En esta época, sobre todo en el último par de años, una parte importante de la opinión pública ha estado tomada cada vez más por un discurso que alienta a reflexionar sobre la forma general de vida con que buena parte de la humanidad se conduce. En términos generales, esta veta crítica señala el hecho de que muchas de nuestras prácticas y hábitos cotidianos han generado efectos sumamente nocivos para el bienestar general del planeta, al grado de que, según algunos, nuestra supervivencia como especie está seriamente amenazada.
Este puede ser o no un riesgo real, pero en todo caso nadie puede negar que la forma de vivir del ser humano de por lo menos los últimos 500 años, caracterizada por prácticas como el consumismo exacerbado o el uso de combustibles fósiles como fuente principal de energía, es la causa directa de fenómenos como la extinción de miles de especies, la modificación drástica de hábitats, la contaminación de los mares o la reducción de áreas que en otras épocas eran dominio absoluto de la naturaleza.
¿Qué pasa con el ser humano que no ha sido capaz de entender que somos una más de las especies de seres vivos que habitan la Tierra? ¿Por qué no hemos podido entender que, como cualquier otro ser vivo, nosotros también dependemos del bienestar del sistema general del cual formamos parte?
Culturalmente, es cierto, la humanidad se hizo a la idea de que nuestra especie es el pináculo de la Creación, como lo relata de manera figurada el Génesis, pero a juzgar por el momento en que nos encontramos, es claro que dicha narración está ya agotada o ya no es necesaria, pues en términos prácticos y desde un punto de vista amplio, como especie no nos sirve de mucho sentirnos reyes y príncipes de un mundo que a todas luces corre el riesgo de terminar yermo y devastado.
Si bien esta postura podría parecernos “reciente” –dada la época de urgencia y crisis ambiental en que nos encontramos–, lo cierto es que desde hace ya bastante tiempo diversas voces han alertado sobre los peligros que implica nuestro modo general de vida para la supervivencia de la vida en el planeta (la nuestra incluida).
Una de esas personas fue Erich Fromm, un pensador sui generis que luego de estudiar seria y minuciosamente la teoría psicoanalítica desarrollada por Sigmund Freud, siguió un camino aparte, apostando por una postura a la que en varias ocasiones él mismo calificó de “humanista”. En sus propuestas, Fromm abrazó una perspectiva más cercana a la reflexión sobre el estado general de la humanidad y de los problemas y dificultades que nos aquejan, tanto desde un punto de vista individual como colectivo.
Sirviéndose de ideas provenientes de la psicología (en su mayor parte), la filosofía y otras ramas de pensamiento como la teología cristiana, el budismo o la sociología, Fromm elaboró varios “diagnósticos” de los conflictos que el ser humano ha sufrido a lo largo de su historia y para a los cuales, paradójicamente, la solución siempre ha estado a su alcance.
Por eso Fromm se alineó más bien a la tradición “humanista” del pensamiento occidental, pues, por ejemplo, a diferencia de Freud o de otros colegas suyos (como Viktor Frankl), él no se interesó por desarrollar un método puntual de curación para el malestar subjetivo, y menos aún para el malestar general, sino que más bien prefirió tomar a la humanidad en su conjunto para reflexionar sobre las condiciones presentes y sobre las perspectivas de futuro de la especie (en todo caso, y dicho al margen, en este aspecto el trabajo de Fromm podría compararse con el que Freud emprendió en los últimos veinte años de su vida, cuando analizó con las herramientas del psicoanálisis fenómenos más de orden social como la religión, la cultura o la guerra).
En el marco de ese humanismo, en su libro ¿Tener o ser?, Fromm discutió varias ideas que, a su juicio, son necesarias para que el ser humano evite la catástrofe hacia la cual se encamina con paso seguro. Cabe mencionar que dicha obra se publicó originalmente en 1976, época en la cual Fromm vislumbró ya los peligros que la humanidad, con su modo de vida, se había hecho cerner sobre sí misma y, por otro lado, el riesgo al que directa o indirectamente estaba llevando a la vida en el planeta.
Más allá de circunstancias propias de su época como la amenaza nuclear o la carrera armamentista, Fromm fue suficientemente lúcido para notar que éstas no eran sino expresiones de causas en realidad mucho más profundas y significativas. Es decir, que quizá los líderes de entonces podían firmar acuerdos de desarme o de pacificación, pero que mientras no se resolvieran conflictos internos y profundos del ser humano, problemas como la guerra o la devastación de la naturaleza continuarían existiendo.
En ese sentido, Fromm no se equivocó. Hoy, casi ochenta años después de la publicación de sus obras mayores, es posible decir que su diagnóstico es todavía válido y merece ser tomado en cuenta. Si hacemos eco de sus ideas podemos decir que todavía hoy actitudes como el egoísmo, la compulsión de tener, la pobre idea que el ser humano tiene de sí mismo (en un sentido existencial y filosófico), entre otros aspectos donde se conjugan la formación psicológica y la vida en sociedad, son causas de fondo que aún hoy nos llevan a tener comportamientos nocivos o francamente autodestructivos, tanto a nivel individual como colectivo.
Como decíamos, al hablar del “hombre nuevo” (hombre en un sentido general, como ser humano), Fromm trazó un panorama amplio de las condiciones necesarias para generar un cambio auténtico en la forma de vida humana y, con ello, mejorar significativamente nuestra relación con el mundo, la naturaleza y con el planeta en general. Según Fromm, si el ser humano quiere no sólo sobrevivir, sino además convivir en armonía con su entorno (con sus semejantes y con la naturaleza), está llamado a desarrollar y cultivar las siguientes cualidades:
Sin duda hay varios de estos postulados que merecerían una exposición mucho más detallada (por ejemplo, los que conciernen al narcisismo o a la obsesión de tener a la que nos orilla el sistema cultural y social en el que vivimos). Para ello recomendamos al lector acercarse a la obra en su conjunto, ¿Tener o ser?, pues estos puntos son en buena medida síntesis o conclusiones provisionales de las ideas desarrolladas en los apartados previos del libro.
Con todo, aun en esta forma es posible vislumbrar el corazón de la propuesta de Fromm. En términos generales puede decirse que Fromm apuesta de lleno y permanentemente por la vida, es decir, por actuar siempre en función de todo aquello que contribuya a la preservación y la proliferación de la vida, tanto de la propia como de la que nos rodea.
Con un espíritu casi freudiano (pero no solamente), Fromm intenta que reconozcamos todos esos hábitos, aspectos de personalidad y patrones mentales y de conducta que únicamente contribuyen a sostener y fomentar ciertas formas de malestar o, dicho de otro modo, que de algún modo entorpecen el flujo libre de la vida.
El egoísmo que mencionamos anteriormente, el temor a vivir, el miedo a la libertad, la persistencia en la ignorancia, la sumisión… en fin, la lista puede ser demasiado extensa, pero curiosamente el remedio para todo ello es, desde la perspectiva de Fromm, uno solo: el amor por la vida.
Si somos capaces de entender en qué consiste realmente la vida –dejando de lado las conceptualizaciones y relatos que el ser humano se ha hecho de ella a lo largo de tantos siglos de existencia parcialmente consciente– quizá entonces nos demos cuenta de que esta es una razón más que suficiente para intentar lo que hasta ahora el miedo nos ha hecho creer imposible: probar nuevas formas humanas de ser y estar en el mundo animadas por el entusiasmo de vivir más y, viviendo, permitir que todo a nuestro alrededor también florezca.