Sin duda el dolor emocional muchas veces llega a ser más intenso y duradero que el dolor corporal. Tener dentro de nosotros penas o angustias que nos alejan de pensar con claridad puede mermar tanto nuestra salud espiritual como nuestra salud física. Tendemos a dedicar gran parte de nuestra energía haciendo a un lado las situaciones dolorosas en vez de hacerles frente para comprender por qué suceden, qué provocan en nosotros, cómo nos transforman y cómo podemos lograr que su influencia negativa sea menor, e incluso, enriquecedora para el futuro.
Las situaciones dolorosas e indeseables siempre se nos van a presentar en la vida. Cuando una emoción dolorosa nos embarga, no queda más que procesarla y asimilarla para permitirle salir lo más pronto posible de nuestro cuerpo y, en el camino, quedarnos con una enseñanza. Nos hemos acostumbrado a que el dolor sólo podemos resistirlo o incluso ignorarlo para mitigar sus estragos, sin embargo, esta práctica no anula el problema sino que puede hacerlo crecer porque no nos permite tener un proceso de sanación en el cual nos conectemos con el dolor para tratar de entenderlo.
La práctica de enfrentar y conocer nuestro dolor y puntos vulnerables nos acerca de manera directa al conocimiento de nosotros mismos, de nuestras debilidades y, por lo tanto, de nuestros puntos fuertes. Identificar por qué una situación nos afecta es el primer paso para saber cómo responder de la manera más adecuada ante ella.
Primero sentir y luego tratar de comprender las situaciones dolorosas del día a día es una manera de conocernos, conocer nuestras reacciones y posturas ante las dificultades y retos externos, y de este modo, alcanzar un estado de libertad personal donde no nos juzguemos y donde comprendamos que somos seres sensibles, capaces de dar cabida a todo tipo de sensaciones de las cuales podemos extraer un aprendizaje para el futuro y así, construir una mejor versión de nosotros con cada obstáculo.