Excelencia, realce, gravedad y decoro en la forma de comportarse. Para el diccionario de la Real Academia Española, estas cualidades definen el concepto de dignidad. De acuerdo con lo que nos comparte el maestro Yogi Bhajan en sus siete pasos para la felicidad, la dignidad es ser como Dios y es consecuencia del carácter. Así: el carácter nos da dignidad.
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Para la RAE, ser digno es ser merecedor de algo. Como comentamos anteriormente, para recibir hay que estar dispuestos a eso, recibir; preparar esa vasija en la que el Creador derramará sus bendiciones. Y si aplicamos la ley de atracción, igual atrae a igual, para ganar o merecer lo que anhelamos se requiere que vibremos en el mismo canal de lo anhelado, en este caso, la felicidad. ¿Cómo que ganarse la felicidad, si ya vimos que es nuestro derecho de nacimiento? Cierto, pero a lo largo de nuestra vida, a través de las fluctuaciones mentales y sus experiencias en los ámbitos social, cultural y/o familiar, este derecho suele desdibujarse o confundirse al grado de creer que es algo separado o externo al propio ser.
“Te necesito”, “Me haces muy feliz”, “Eres todo para mí”, “Si te vas, me muero”, “La culpa de todo la tiene el gobierno”, “Si no te hubieras ido sería tan feliz”… ¿Te suenan conocidas? Estas son apenas unas cuantas frases de la marejada que se cuelan a la mente y su memoria emocional a través de sus conmociones, los medios de comunicación, la cultura pop y los patrones repetitivos que se heredan; y como virus, se contagian de boca en boca, de vida en vida, permeando con su energía nuestra luz originaria para hacerle creer a nuestra alma que, efectivamente, los otros son responsables de nuestra felicidad o infelicidad. A esto se le llama “programación mental”. Pero más allá de las causalidades, para que un programa entre a nuestro software y se siga actualizando, hubo alguien que le dio –y le sigue dando– la clave de acceso; consciente o inconscientemente, el usuario: cada una y cada uno de nosotros, nadie más.
Esto suele ocurrir por miedo e ignorancia –o inconsciencia–, raíces de los grandes pesares de la humanidad que se desarrollan gracias a unas gotas de inseguridad y codicia. Y a la larga, resulta una situación cómoda y tentadora para el ser humano responsabilizar a los demás de todo lo que le ocurre e instalarse en el “sufro, sufro, sufro”: falta de carácter para seguir adelante, levantarse, aceptar la responsabilidad y saber que es en la fortaleza de nuestra luz interior donde reside nuestra vastedad. Y cuando falta carácter, la dignidad se tambalea.
Esa excelencia, gracia y elegancia que se proyectan desde la dignidad, desaparecen cuando el alma, temerosa del abandono, el qué dirán o creyéndose poco autosustentable, pide, ruega o le cede el control de su vida a alguien –o algo– más. Es por esta dignidad fragmentada que los seres humanos, ciegos ante su luz interior eclipsada por el vertiginoso trajín de supervivencia del mundo contemporáneo, renuncian a ella y le entregan su fe –ciega– a líderes políticos, de opinión, gurús, marcas, aparatos, modas, aplicaciones, grupos, personas, fundamentalismos, necesidades inventadas... sin tomar en cuenta que por su origen humano, son susceptibles de error. Y cuando éste sobreviene, siempre está la opción de culparlos, desecharlos, cambiarlos por modelos nuevos o incluso, crucificarlos.
Entonces podemos ver que sin dignidad tampoco hay felicidad, sino un infierno abrasador que suele manifestarse en guerras, abusos, desfalcos, fanatismos… y el alma, pobre, desilusionada, a ciegas en un mundo en que la mente ávida de entretenimiento le ha traducido que la felicidad es un incesante fluctuar de persona a persona, de líder a líder, de emoción a conmoción, de un estado de Facebook a otro, sintiéndose cada vez más sepearada y aislada de su mundo, se ve ensombrecida por esas otras palabras tan acordes al devenir contemporáneo: soledad, depresión, adicción…
Pero ¿qué pasaría si de pronto esa alma se tomara 3 minutos al día para estar con ella, para mirarse hacia dentro, para respirar largo y profundo y poco a poco encontrar que las respuestas a todo su universo se encuentran ahí, en ella, y que con cada palpitar de su corazón el cosmos se expande y se renueva? ¿Qué si entonces contactara con esa chispa de luz que poco a poco le hace sonreír y le recuerda su gran potencial? ¿Y si habiendo hecho conciencia de esto se liberara y decidiera soltar su dependencia a los demás factores externos a ella? Mejor aún, ¿qué ocurriría si se volviera tan poderosa, consolidara a tal grado su carácter que comenzara a ver por los demás, a transformarse en un alma dadora y, en lugar de ser la queja o la pregunta, volverse la respuesta? Esto, nos dice el maestro Yogi Bhajan, sería volverse como Dios. Esto es, en términos yógicos, la dignidad.
Ese estado de conciencia, esa actitud de vida gracias a la que te vuelves digno/a de confianza y quienes te rodean recurren a tu consejo, apoyo, escucha, compasión y servicio. Y tú respondes siempre con una sonrisa, ecuanimidad y amor, sin buscar más que practicar y fortalecer tu propia dignidad. Porque hacerlo te hace feliz. Y esa felicidad se expande al compartirse, ver al otro –tu espejo– feliz y saber que uno a uno, contribuyen ahora a multiplicarla por la faz de la Tierra, y así y así y así… Entonces te vuelves merecedor de algo mayor que la autocomplacencia o la autocompasión; te vuelves la gracia de Dios actuando a cada instante. Esto es ser un humano digno.
Cuando actúas con dignidad la gente empatiza contigo, te miran con respeto porque saben que tú los respetas y te respetas, confían en ti porque saben que confías en ti, en tu ilimitada capacidad de transformarte que compartes con la Creación, sostenido/a por la fuerza de tu carácter, proyectando excelencia y decoro en todo lo que piensas, dices y haces. Porque eres feliz donde quiera y con quien quiera que estés, porque no dependes de nada ni de nadie para sentirte, ser y actuar así. Te vuelves auténtico/a y vives acorde a la luz originaria que irradia en ti; un testimonio viviente de la Divinidad y su felicidad. Lo que nos lleva al cuarto paso:
La dignidad te da divinidad... Platicaremos de ello en la próxima entrega. Hasta entonces.
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Para practicar esta semana:
1. Date la oportunidad y el tiempo (mínimo 3 minutos al día) de estar en un espacio tranquilo, contigo, sin interrupciones, teléfonos o dispositivos; en tu casa, un parque, un templo o donde quieras.
2. Cierra tus ojos, endereza tu espalda, cruza tus piernas al frente o siéntate en una silla con los pies bien plantados en la tierra. Relaja tus hombros, tu entrecejo y dibuja una sonrisa en tus labios. Inhala larga y profundamente; siente cómo se infla tu estómago completamente, sube el aire hacia los pulmones, expándelos hasta llegar a las clavículas. Al exhalar, recorre este camino de regreso, baja el aire por tus clavículas, exprime tus pulmones levantando el diafragma y desinfla tu estómago.
3. Vuélvete más consciente del aquí y el ahora en cada inhalación y exhalación. Cualquier pensamiento o pendiente que llegue a tu mente, déjalos pasar; sin combatirlos, engancharte o juzgarlos, sólo pasan como nubes negras en un cielo azulado. Siente que mientras más largo y profundo respiras, alargas más tu vida. Inhalas energía vital, paz, armonía, bendición, felicidad. Exhalas estrés, tensión, negatividad, lo que tu mente, cuerpo y alma ya no necesitan. Sueltas y con gratitud, se lo entregas transformado en luz al universo. Poco a poco ve adentrándote más en ti, en tu ser, en tu luz interior. Eso eres: luz ilimitada, digna, feliz.
Sat Nam.