Cuando a una persona se le llama orgullosa, esta palabra suele estar cargada de una connotación negativa. Y es que el orgullo se define como “el exceso de estimación hacia uno mismo y hacia los propios méritos, por los cuales la persona se cree superior a los demás”. Es decir, se relaciona al orgullo con egocentrismo y altivez.
Por otro lado, en el ámbito de la tradición religiosa del cristianismo, el orgullo es uno de los siete pecados capitales y es un pecado que se centra en el “yo”. Se le considera el mayor de los pecados, pues fue por orgullo que Lucifer, el ángel más bello creado por Dios, llegó a sentirse superior a su creador y se rebeló contra él.
Incluso quienes no profesan alguna religión han aprendido a asociar el orgullo con la arrogancia, el narcisismo, el egocentrismo y el sentimiento de superioridad ante los demás. Así, el orgullo se suele considerar algo malo y que se debe evitar.
Pero en realidad, como todo en esta vida, de lo que se trata es de equilibrio. Los extremos suelen ser malos y éste es uno de esos casos en los que esto aplica. Y es que carecer de orgullo conduce a las personas a minimizar sus logros, habilidades y capacidades, a sentirse menos o insuficientes, lo cual afecta al amor propio, la autoestima y la autoaceptación, así como la relación con uno mismo y con los demás.
Entonces, ¿en qué punto se encuentra un nivel de orgullo saludable? Un ejemplo de orgullo positivo es cuando disfrutas de la satisfacción de haber logrado algo, te sientes bien por ello, sabes que te esforzaste y que merecías obtener ese resultado, así que lo gozas, celebras y compartes tu alegría y orgullo con quienes te rodean.
También es un orgullo positivo cuando esa satisfacción (ese orgullo) se da porque alguien que quieres logró algo, cuando compartes su felicidad y te alegras de verle triunfar, de forma genuina y sin envidias.
El orgullo se torna negativo cuando no está alineado con el logro real. Un ejemplo sobre la misma línea sería cuando, debido a ese logro, empiezas a sentirte más que los demás, los humillas o menosprecias por no haber hecho u obtenido lo que tú sí, se los presumes y te burlas de ello. Aquí tu orgullo se vuelve algo que afecta a otros… y también a ti, pues con actitudes así, acabarías por alejar a las personas.
Para evitar caer en este extremo negativo, es necesario equilibrar el orgullo con una dosis de humildad y de realidad. Equilibrar el orgullo con la realidad te ayudará a no sobresimensionar tus logros, cualidades y habilidades, sino reconocerlos y sentir satisfacción por ellos, sin que esto te dé un sentido de superioridad. Además, la humildad te llevará a querer compartir tu satisfacción, a querer alentar y ayudar a otros que también buscan llegar a sus metas; al mismo tiempo, te alejará de la actitud de hacer menos a otros.
Está perfecto que te enorgullezcas por cada uno de tus logros, que los celebres y disfrutes de la satisfacción de haberlos conseguido, pero la humildad te ayuda a no creer que por eso ya eres más que los demás y evita que menosprecies a quienes no tienen o logran lo mismo que tú.
En pocas palabras, el orgullo saludable es cuando eres capaz de reconocer tus propios logros, pero al mismo tiempo tienes una comprensión clara y precisa de sus alcances, así como la consciencia de que éstos no te colocan en una posición superior a quienes te rodean.
Para llegar a este punto de equilibrio es necesario que te conozcas muy bien y tengas un sentido claro de ti mismo y de lo que valoras. Con base en esto, puedes hacer un inventario honesto de tus acciones para empezar a practicar un orgullo saludable.
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